La Plaza Mayor
La Plaza Mayor
La Luz en Buenos Aires
(Cuento basado en un hecho histórico)
El día anterior, los padres de la pequeña Antonia, Antonio
Sosa y Ana Escovar, habían amanecido antes de lo habitual. La ansiedad, el
deseo y el orgullo que el evento del día siguiente traería, sólo tendría como
protagonista a su primogénita. A partir de ahí, no habría posibilidad que otra
niña u otro niño pudiera ocupar ese lugar.
Era muy temprano por la mañana, el sol apenas había
alcanzado a salir en su plenitud hacía pocos minutos y sus rayos le daban
formalmente la bienvenida al nuevo día. En las demás casas de esa incipiente
metrópoli, todos sus habitantes dormían. Lo propio hacían los caballos que
andaban sueltos en la Plaza Mayor. Demás está decir que el silencio, permitía
oír al viento que soplaba sobre la costa del Río de la Plata y traía la tierra
y demás basura que se encontraba dispersa por las calles.
Con el correr de las horas la gente iba despertando y
saliendo de sus casas para comenzar a realizar las tareas diarias, preparar sus
puestos de ventas, asistir a la primera misa de la mañana, en fin, las cosas
que cada uno tenía prevista de antemano o le iban surgiendo en el momento.
Para esa hora los Sosa ya estaban realizando los últimos
decorados para adornar su casa (que era de las más destacadas) para luego
seguir con el retoque final de los detalles de la ropa que usarían para el gran
acontecimiento, y luego preparar la comida, dejar la vajilla impecable, no
pasar por alto los detalles del mantel, terminar de escoger la ropa que usaría
la afortunada niña y otros tantos quehaceres que conllevaba un evento de esa
envergadura.
El programa de la tarde para los padres de Antonia era el
de llevar las invitaciones a los vecinos. No dejaba de ser un hecho formal ya
que previamente los habían invitado de palabra. Pero querían que sea así.
Antonio Sosa era el encargado de llevárselas a los hombres y Ana Escovar, a las
mujeres. Ana fue quien tuvo el trabajo más sencillo, pues su grupo había
quedado en reunirse en los Altos de la calle Santa Rosa, a pocos metros del
Cabildo. El señor Sosa, en cambio, tuvo que ir por los puestos de venta que
rodeaban la Plaza y por varias casas más, en un radio de siete cuadras a la
redonda, lo cual poco le importó ya que sería la gran fiesta que hasta el
momento, la Ciudad fundada por Juan de Garay, no había tenido.
El día iba llegando a su fin. Los últimos puestos abiertos
sobre la calle Del Cabildo comenzaban a cerrar ya que el los rayos del sol cada
vez eran más débiles y la falta de luz imposibilitaba las cosas. Pero en la
casa de la pequeña Antonia nada cesaba. Las velas (de vital importancia para
alumbrar las casas en aquellos tiempos) comenzaban ya a apagarse y los Sosa
seguían ultimando detalles. Pasada la medianoche, Antonio y Ana, pusieron fin a
su largo y atareado día y fueron a dormir algunas horas. El gran momento se
acercaba.
Aquel dieciséis de marzo de 1611 había llegado y Ana,
impaciente, despertó a las seis y diez de la mañana creyendo que su sueño había
superado el límite que el día permitía. Al acercarse a la ventana y correr la
cortina negra que impedía que la claridad del día ingresara, vio que los
primeros rayos del sol recién asomaban tímidamente. Haciendo el mínimo ruido, salió
de su habitación (donde todavía dormían su esposo y su hija) y se dirigió a la
sala donde se llevaría a cabo la fiesta luego del evento. Su ansiedad “le
ordenó” ir preparándose y así lo hizo. Lentamente, pero sin pausa alguna,
comenzó a ponerse a punto para el día soñado, varias horas antes del gran momento.
Cerca de las ocho de la mañana despertó Antonio y, aunque
casi dormido, una sonrisa se le dibujó en su rostro al ver que Ana ya no estaba
en la cama. No tardó en saber que ya estaría lista vaya a saber con cuántas
horas de anticipación. Y procedió a levantarse también. La protagonista del
día, seguía inmersa en su tierno sueño.
Una vez listos, se abocaron a preparar a quien quedaría, a
partir de las horas siguientes, en la historia de la Ciudad. Y la vistieron con
el vestido más hermoso que pudieron hacerle. La peinaron, y los tres salieron
rumbo a la Catedral donde ya esperaban los invitados.
En la Catedral estaban todos. Nadie quiso perderse tamaño
evento. Solamente faltaba una persona. Y justamente esa persona era quien tenía
un gran protagonismo ese día. Sin él, todo lo hecho hasta ahí, resultaría
inútil. Y no llegaba.
La impaciencia -producto de la ansiedad, claro está- se
empezó a apoderar de todos los presentes que cruzaban las miradas buscando
alguna respuesta. Antonio Sosa, miraba hacia todos lados buscando a la
autoridad del acontecimiento, pero no lo veía. Hasta que su impaciencia hizo
que saliera hasta la puerta. Nadie más se movió de su lugar.
Al salir hasta la puerta de la Catedral, dirigió su mirada
hacia lado del río. Nadie venía. Siguió girando la cabeza lentamente, sin dejar
punto en dónde mirar, hasta la calle Santa Rosa y tampoco. Su cabeza siguió
girando al mismo ritmo y observó que la puerta principal del Cabildo se abría y
salía, con apuro rumbo a la ceremonia, Juan Martínez de Macedo, y ahí, la
tranquilidad se hizo presente.
El cura encargado de llevar adelante el primer bautismo en
Buenos Aires, por fin, había aparecido.