martes, 3 de noviembre de 2020

El Gran Evento

  


(Cuento basado en un hecho histórico)


El día anterior, los padres de la pequeña Antonia, Antonio Sosa y Ana Escovar, habían amanecido antes de lo habitual. La ansiedad, el deseo y el orgullo que el evento del día siguiente traería, sólo tendría como protagonista a su primogénita. A partir de ahí, no habría posibilidad que otra niña u otro niño pudiera ocupar ese lugar.

Era muy temprano por la mañana, el sol apenas había alcanzado a salir en su plenitud hacía pocos minutos y sus rayos le daban formalmente la bienvenida al nuevo día. En las demás casas de esa incipiente metrópoli, todos sus habitantes dormían. Lo propio hacían los caballos que andaban sueltos en la Plaza Mayor. Demás está decir que el silencio, permitía oír al viento que soplaba sobre la costa del Río de la Plata y traía la tierra y demás basura que se encontraba dispersa por las calles.

Con el correr de las horas la gente iba despertando y saliendo de sus casas para comenzar a realizar las tareas diarias, preparar sus puestos de ventas, asistir a la primera misa de la mañana, en fin, las cosas que cada uno tenía prevista de antemano o le iban surgiendo en el momento.

Para esa hora los Sosa ya estaban realizando los últimos decorados para adornar su casa (que era de las más destacadas) para luego seguir con el retoque final de los detalles de la ropa que usarían para el gran acontecimiento, y luego preparar la comida, dejar la vajilla impecable, no pasar por alto los detalles del mantel, terminar de escoger la ropa que usaría la afortunada niña y otros tantos quehaceres que conllevaba un evento de esa envergadura.

El programa de la tarde para los padres de Antonia era el de llevar las invitaciones a los vecinos. No dejaba de ser un hecho formal ya que previamente los habían invitado de palabra. Pero querían que sea así. Antonio Sosa era el encargado de llevárselas a los hombres y Ana Escovar, a las mujeres. Ana fue quien tuvo el trabajo más sencillo, pues su grupo había quedado en reunirse en los Altos de la calle Santa Rosa, a pocos metros del Cabildo. El señor Sosa, en cambio, tuvo que ir por los puestos de venta que rodeaban la Plaza y por varias casas más, en un radio de siete cuadras a la redonda, lo cual poco le importó ya que sería la gran fiesta que hasta el momento, la Ciudad fundada por Juan de Garay, no había tenido.

El día iba llegando a su fin. Los últimos puestos abiertos sobre la calle Del Cabildo comenzaban a cerrar ya que el los rayos del sol cada vez eran más débiles y la falta de luz imposibilitaba las cosas. Pero en la casa de la pequeña Antonia nada cesaba. Las velas (de vital importancia para alumbrar las casas en aquellos tiempos) comenzaban ya a apagarse y los Sosa seguían ultimando detalles. Pasada la medianoche, Antonio y Ana, pusieron fin a su largo y atareado día y fueron a dormir algunas horas. El gran momento se acercaba.

Aquel dieciséis de marzo de 1611 había llegado y Ana, impaciente, despertó a las seis y diez de la mañana creyendo que su sueño había superado el límite que el día permitía. Al acercarse a la ventana y correr la cortina negra que impedía que la claridad del día ingresara, vio que los primeros rayos del sol recién asomaban tímidamente. Haciendo el mínimo ruido, salió de su habitación (donde todavía dormían su esposo y su hija) y se dirigió a la sala donde se llevaría a cabo la fiesta luego del evento. Su ansiedad “le ordenó” ir preparándose y así lo hizo. Lentamente, pero sin pausa alguna, comenzó a ponerse a punto para el día soñado, varias horas antes del gran momento.

Cerca de las ocho de la mañana despertó Antonio y, aunque casi dormido, una sonrisa se le dibujó en su rostro al ver que Ana ya no estaba en la cama. No tardó en saber que ya estaría lista vaya a saber con cuántas horas de anticipación. Y procedió a levantarse también. La protagonista del día, seguía inmersa en su tierno sueño.

Una vez listos, se abocaron a preparar a quien quedaría, a partir de las horas siguientes, en la historia de la Ciudad. Y la vistieron con el vestido más hermoso que pudieron hacerle. La peinaron, y los tres salieron rumbo a la Catedral donde ya esperaban los invitados.

En la Catedral estaban todos. Nadie quiso perderse tamaño evento. Solamente faltaba una persona. Y justamente esa persona era quien tenía un gran protagonismo ese día. Sin él, todo lo hecho hasta ahí, resultaría inútil. Y no llegaba.

La impaciencia -producto de la ansiedad, claro está- se empezó a apoderar de todos los presentes que cruzaban las miradas buscando alguna respuesta. Antonio Sosa, miraba hacia todos lados buscando a la autoridad del acontecimiento, pero no lo veía. Hasta que su impaciencia hizo que saliera hasta la puerta. Nadie más se movió de su lugar.

Al salir hasta la puerta de la Catedral, dirigió su mirada hacia lado del río. Nadie venía. Siguió girando la cabeza lentamente, sin dejar punto en dónde mirar, hasta la calle Santa Rosa y tampoco. Su cabeza siguió girando al mismo ritmo y observó que la puerta principal del Cabildo se abría y salía, con apuro rumbo a la ceremonia, Juan Martínez de Macedo, y ahí, la tranquilidad se hizo presente.

 

El cura encargado de llevar adelante el primer bautismo en Buenos Aires, por fin, había aparecido. 

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